Ella era perfecta, cuando la veía girar sobre las puntas de los pies, una vuelta tras otra, con la cabeza alta, la mirada al frente, ingrávida, casi etérea. Luego, el colegio entero estallaba en aplausos para su prima donna y él era su hermano pequeño. Sentía suyo el orgullo de su madre, a la que apretaba fuerte la mano que le transmitía calor y confianza.
Sabía que la pequeña bailarina de hoy, algún día sería como ella; con su belleza serena de mujer sabia, el puerto seguro en el que siempre podría recalar para encontrar descanso, consuelo y la alegría del que tiene toda la vida por delante.
Hasta que la encontró a ella y envidió la magia de unos ojos brillantes, el rubor de una boca fresca, el deseo del cuerpo ardiente con su largo cuello, sus senos tersos y sus manos cautivadoras.
Ella le dio a su hijo, la razón más poderosa de su vida, porque las mujeres tienen el don y el poder de ser madres y por eso son perfectas.
Aquella noche, después de tantos años, volvió a soñar con la pequeña bailarina, daba vueltas y giraba sobre sus puntas sin parar, hasta que de pronto, al ver su rostro lo comprendió todo.
Súbitamente se despertó, escuchó la leve respiración confiada de su mujer a su lado, abrió los ojos y sintió y miró la oscuridad que le envolvía, en ese momento se hizo una promesa inquebrantable: a partir de ahora cambiaría todo, sería difícil, pero todos lo tendrían que entender como lo comprendía él ahora, ya nada volvería a ser igual, poco a poco la cirugía transformaría su cuerpo ya que su mente siempre había sido la de una mujer y al fin conseguiría liberar a su bailarina perfecta.